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Propiedad constitucional, a propósito de la fe pública registral

  • Foto del escritor: Martín Mejorada
    Martín Mejorada
  • 1 jun 2015
  • 12 Min. de lectura

I. Palabras liminares 


Cuando era estudiante y miembro de THĒMIS fui tes go de las primeras confrontaciones entre el pensamiento funcional y los dogmas del Derecho. ¡Qué maravilla poder acceder en primicia a los primeros artículos sobre análisis económico y a la respuesta no menos inteligente de los clásicos! 


A lo largo de sus 50 años, la Revista ha sido un espacio privilegiado para mostrar posiciones discrepantes a nivel de tendencias y asuntos jurídicos puntuales. THĒMIS ha acogido tanto ideas conservadoras como rebeldes, e incluso algunas alocadas y alborotadoras, gracias a lo cual he podido participar de sus páginas. Esa pluralidad es la clave de la revista y estoy seguro de que lo seguirá siendo. 

Feliz aniversario THĒMIS y felices los que somos parte de su historia. 



II. Introducción 


Se suele creer que los conceptos son perpetuos, así como las clasificaciones y subdisciplinas en las que se ubican. Desde esta perspectiva, siempre se ha entendido que la “propiedad civil” es el derecho real regulado en la legislación ordinaria, mientras que la “propiedad constitucional” es el derecho fundamental previsto en la Constitución. 


Dos conceptos supuestamente distintos, pero que en realidad –sostengo– son inclusivos uno del otro. Además –vistos adecuadamente– permiten una lectura institucional del Derecho Civil, donde las titularidades patrimoniales, no sólo los derechos reales, comprenden el dominio, sus desmembraciones y todo derecho económico. Así, podemos hablar con mayor flexibilidad de “los derechos de propiedad” para referirnos a todas las atribuciones patrimoniales, incluyendo –por supuesto– a los créditos. 


Las posturas que insisten en distinguir –e invocar– categorías clásicas, han cobrado relieve en los últimos tiempos como consecuencia de los fraudes inmobiliarios, que no han podido revertirse debido a la protección que el sistema legal brinda a los terceros de buena fe. Se ha dicho insistentemente que la propiedad de la víctima es un valor constitucional, superior al interés del tercero que apenas alcanza la calidad de acreedor. 



III. La fe pública registral


La llamada fe pública registral, prevista en el artículo 2014 del Código Civil[1], es una herramienta que protege a los adquirentes a título oneroso, poniéndolos a salvo de los vicios que pudiesen afectar el título del enajenante. Cualquiera que sea ese vicio, que implica que el titular registral no es el verdadero dueño, no impide que el tercero adquiera, siempre que el vicio sea desconocido para él (buena fe). 


La paradoja es que esta figura da certeza a las inversiones, pero al mismo tiempo despoja a los propietarios damnificados por el fraude. En tal circunstancia, hay que elegir entre proteger al tercero o a la víctima de la estafa. El dilema parecería sencillo de resolver si se acogiese una noción meramente civil del derecho de propiedad. Desde hace un tiempo venimos escuchando: “la propiedad es un derecho fundamental y, por tanto, no debe ceder ante el tercero”. 


La protección a los terceros de buena fe no es asunto que se agote en las normas del Derecho registral o del Derecho Civil. Es parte del régimen económico en general, e incumbe directamente a la propiedad como derecho atribuible al tercero. Por ello, es necesario entender el alcance constitucional de la propiedad en el marco del régimen económico al que pertenece. 



IV. Constitución y protección a la propiedad


Según las peculiaridades del sistema legal donde se ubica, la propiedad es un poder: (i) absoluto; (ii) limitado; o, (iii) limitadísimo. Abundan las teorías y posturas sobre el fundamento del dominio privado (¿por qué y para qué existe propiedad?), todas las cuales buscan guiar la interpretación y aplicación de este derecho. Hay tantas formas de entender el dominio como ideologías o corrientes emergen del pensamiento humano. Cada ideología pretende un modelo de propiedad. 


La propiedad adopta sus características principales en el momento de la formulación legislativa. Concretamente, en los Estados democráticos, cuando se da la Constitución. En ese momento, batallan las ideologías y emerge el concepto. Es un tema de tanta relevancia que está reservado a la máxima norma. 


Sin embargo, aun pasada la etapa de formulación, es común que los seguidores de las posturas vencidas o los mercaderes de la ley insistan en lo suyo. En vía de interpretación, intentan una lectura cómoda a sus intereses. Para ello, se sirven de la generalidad y vaguedad de los conceptos que usualmente acompañan a la definición legal de propiedad. Términos de contenido genérico como “bien común”, “necesidad pública”, “seguridad nacional”, “interés social” y “utilidad pública” se prestan para las arremetidas contra el dominio establecido. 


Además, cuanto más tiempo pasa desde la formulación inicial del derecho, la defensa del sustento original se distrae y, en ocasiones, es vencida por aplazados y mercaderes. Así, tenemos que diversos operadores legales (abogados, magistrados, congresistas, ministros, etcétera), que sustentan corrientes ideológicas no acogidas por la propiedad vigente o que creen que lo suyo es mejor para los intereses que defienden, utilizan lo genérico de los conceptos para hacer valer una posición impertinente. 


Así presentada, la propiedad parecería una titularidad impredecible, que contrasta con la enorme responsabilidad y certeza que demanda la vida civilizada. Por ello, con el ánimo de objetivar la cuetión sobre los alcances de la propiedad, considero que, sin importar el fundamento ideológico que haya adoptado el dominio privado en un país, se debe considerar que siempre los alcances de este derecho están relacionados con el régimen económico que opera en la sociedad. Es una relación innegable y necesaria. Aquí se encuentran la propiedad civil y la propiedad constitucional, compartiendo el origen y función. 


El régimen económico es el plan de acción para generar los recursos que permiten alcanzar el bienestar general. Los planes económicos son decisión soberana de cada Nación, diseñados para conseguir el desarrollo y, en última instancia, la satisfacción de la persona humana. 


En sistemas democráticos, el detalle del régimen económico se encuentra en normas constitucionales, las que permiten una clara identificación de lo que se quiere en este ámbito. La propiedad privada es pieza clave en todo plan económico, cualesquiera que sean sus características o base ideológica. A través de la propiedad, el Estado estructura las fórmulas de producción y generación de riqueza con las que hace frente a las necesidades de la población. 


No es igual la propiedad en Ecuador que en Chile; no es igual en Venezuela que en Perú. No es igual ahora que hace veinte años. En las economías cerradas, donde el Estado “genera” los bienes con su actividad empresarial, la propiedad privada no está muy protegida porque ella no es la fuente principal de riqueza. En esos casos se admiten severas limitaciones y abundan las causales de expropiación. Al contrario, en las economías abiertas la riqueza no la genera el Estado sino la actividad libre de los particulares, a cuyo efecto se requieren ciertas condiciones para incentivar la producción. 


Una de ellas es la especial protección de la propiedad. En las economías libres, la propiedad no es absoluta pero está muy protegida, no como un valor espiritual sino como un medio práctico para incentivar la actividad privada. El incentivo no es una medida económica de gracia sino la herramienta principal del régimen. La colocación de bienes y la contratación en libertad son actos volitivos sumamente sensibles y que reaccionan mal ante la menor amenaza; por ello, se requiere un escudo sólido en el tratamiento de los derechos patrimoniales. 


En las modernas economías abiertas, no las del Estado capitalista sino las que se rigen por los principios del Estado Social y democrático de Derecho, la propiedad es claramente un derecho instrumental des nado a la generación de riqueza que permita el bienestar general. Si los patrones llenan sus bolsillos, bien por ellos; pero lo importante no es eso, sino el fin último: el bienestar de todos. Los recursos que permiten atender las necesidades de la población no caen del cielo ni salen de una imprenta: se generan con la actividad económica libre. 


La relación que describo no es una opción. Si un país tiene el plan de una economía libre (lo que supone que el Estado no está en poder de los medios de producción), no puede desproteger la propiedad pues corre el riesgo de perder el incentivo a su fuente principal de riqueza y, como no tiene sustituto, la consecuencia es la ruina y descomposición social. Por el contrario, en los regímenes donde los medios de producción (todos o algunos) están en manos del Estado, limitar la propiedad o sustraerla no es gran cosa. 


La protección a la que me refiero no se agota en la visión civil del dominio, sino que alcanza a todo derecho patrimonial. Con semejante función, no es concebible que se proteja a la propiedad como concepto civil y no al usufructo, a la superficie, a la hipoteca o a cualquier otro derecho real, lo mismo que al fideicomiso o a la opción de compra. Sin ser derechos reales, estas atribuciones igualmente demandan amparo como sustento de la vida económica del país. 


Todas las titularidades patrimoniales privadas están protegidas como expresiones de la propiedad; es decir, son propiedad para efectos constitucionales. Sería ridículo que el inversionista esté protegido sólo cuando adquiere todos los atributos de un bien y no cuando ha recibido parte de ellos. El efecto sería demoledor si sólo se protegiera constitucionalmente la propiedad civil. 


Lo mismo debo decir de los contratos. Las relaciones jurídicas que nacen válidamente de las operaciones comerciales, estén o no referidas a bienes, son expresiones de la propiedad constitucional y están protegidas por las mismas reglas. Sin perjuicio de las garantías que aseguran la libertad para estipular y la inmutabilidad de lo acordado, es también importante la intangibilidad de los derechos nacidos del negocio y la necesidad de satisfacer las prestaciones que emanan de él. 


Este cuidado sólo se consigue asimilando el derecho patrimonial a la propiedad constitucional. Sería muy extraño, por decir lo menos, que el sistema jurídico otorgue protección máxima al dueño de un lapicero de S/. 1.00 de valor, impidiendo que su derecho se sustraiga, y no al acreedor de una prestación de S/. 1’000,000.00 de valor que requiere que ésta se satisfaga. 


En suma, la propiedad constitucional es un vehículo de custodia del patrimonio de las personas en su sentido más amplio. Sólo así logra su propósito práctico de incentivar la generación de riqueza y atender a las necesidades sociales. 


En el caso peruano, es evidente que el régimen económico cambió con la entrada en vigencia de la Constitución de 1993. La economía cerrada de la Constitución de 1979, con los roles que el Estado y sus empresas tenían, fue reemplazada por una economía abierta, claramente inclinada hacia el libre mercado. Más allá de ma ces y nombres atribuidos al modelo, nadie duda de que desde su entrada en vigencia, los principales recursos del Perú son producto de la actividad particular. De ella se recauda –vía tributos de todo tipo– para atender las necesidades sociales. Aquí está lo que algunos llaman el rol social de la propiedad. El dominio al servicio del bien común, pero sin olvidar que los bienes hay que producirlos, no imprimirlos ni declamarlos. 

El cambio se dio producto de una decisión deliberada, con una modificación imprescindible en el tratamiento de la propiedad (artículo 70 de la Constitución actual[2]). En el nuevo escenario, se requería un dominio protegido al máximo, sólo limitado por razones extraordinarias (“bien común”), y sustraído por causas todavía más extraordinarias (“necesidad pública” y “seguridad nacional”). 


Las normas constitucionales que se ocupan de la propiedad muestran detalles que, en vía de contraste, perfilan los alcances del dominio vigente. Si comparamos el artículo 70 de la Constitución actual con sus correspondiente artículos de la Constitución de 1979 (124 y 125), salta a la vista la eliminación del concepto “interés social” como justificación para limitar el derecho y para la expropiación[3]. 


La sustracción del interés social no fue una mera cuestión de es lo o de palabras menos en la Carta Magna. Fue un tema que se trató puntualmente en la Comisión que elaboró el proyecto que dio lugar a la Constitución de 1993. En las actas de debate se aprecia que los congresistas eliminaron el concepto “interés social” porque con él se ponía en peligro la inversión privada, necesaria para el modelo económico que se estaba aprobando[4]. 


Al buscar las diferencias entre una y otra fórmula de propiedad, se debe examinar toda la Constitución, poniendo especial atención en los títulos II y III (“Del Estado y la Nación” y “Del Régimen Económico”) y no sólo en los artículos que definen el dominio privado (artículos 70 al 72). A lo largo de estos títulos se evidencia que el plan económico de la Constitución de 1979 es radicalmente diferente al actual y, como consecuencia, también lo son las características de la propiedad. 


El cambio no significó optar por una propiedad ajena a lo social; por el contrario, se configuró un derecho instrumental, comprometido con el desarrollo y bienestar de todos. La diferencia es el modo de lograr dicho bienestar a través de la propiedad: ya no sería mediante la asignación o distribución directa de bienes, sino creando las condiciones para el sostenimiento autónomo y digno de cada persona. 


La propiedad, entendida de este modo, –reitero– no se reduce a la titularidad más completa, la que aglomera todos los atributos, ni siquiera a los derechos sobre bienes, sino que se aplica a todos los derechos económicos. Tanto el propietario civil como el usufructuario, el arrendatario, el titular de la servidumbre, el acreedor y cualquiera que ostente un derecho patrimonial, es un propietario y debe ser respetado y cuidado. 



V. Conclusiones 


Teniendo en cuenta este concepto de propiedad, cuando un tercero inocente contrata válidamente con quien aparece en el Registro como titular de un bien, adquiere un derecho que merece protección, tan importante como el dominio civil del propietario que fue víctima del fraude. Ambos derechos son propiedad desde el punto de vista constitucional, aunque no pueden ser atendidos simultáneamente con el mismo bien; por ello,  hay que elegir. La opción no pasa por preferir a un derecho por ser mejor que el otro, ya que ambos son iguales, sino por acoger al que mejor aporta a la sociedad. 


Es evidente que preferir al que inscribe es lo más conveniente, atendiendo a la confianza que genera el Registro. Con ello, se a ende a los fines del régimen económico y se cumplen los objetivos de la propiedad como figura constitucional. Esa confianza es crucial. Si no se protege especialmente a los terceros, el mercado inmobiliario quedaría paralizado, o sería tan caro que no habría negocios atractivos. Sin negocios no hay recursos y sin ellos no hay rentas, así de simple. 


El drama de los despojados por el fraude es innegable, pero más severo sería el daño a los terceros por la desconfianza que generaría la fragilidad de todas las adquisiciones. Nadie adquiriría bienes, ¿eso se quiere? Tendríamos una sociedad de propietarios petrificados, sin negocios. 


El problema de los ilícitos en materia inmobiliaria no se resuelve eliminando o restringiendo la fe pública registral, sino controlando mejor el proceso de inscripción e impidiendo el acceso de títulos irregulares. Proteger la propiedad civil por encima de la propiedad constitucional es contrario al régimen económico e implica una peligrosa involución en un mercado aún en estado de consolidación. 


Finalmente, la preferencia por un título no implica el desamparo de la víctima, ni mucho menos. Esta tiene acción contra los causantes del daño, lo que involucra al propio Estado si fue la negligencia registral la que facilitó el despojo. Por lo demás, no exageremos: en la enorme mayoría de casos, los vicios ajenos al tercero están referidos a anomalías civiles y no a actos criminales. 

 

 

Notas 


* Abogado. Magíster en Derecho Civil por la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Ex Vocal del Tribunal de la Propiedad de la Comisión de Formalización de la Propiedad Informal (COFOPRI). Ex Miembro de la Comisión Consultiva de Derechos Reales del Colegio de Abogados de Lima. Ex Miembro de la Comisión Consultiva de la Comisión de Justicia del Congreso de la República. Ex Asesor del Pleno de la Corte Suprema de Justicia de la República. Profesor de Derechos Reales y de Garantías en la PUCP. Profesor de Derecho Civil en la Academia Nacional de la Magistratura, en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en la Universidad del Pací co y en la Maestría en Derecho Civil de la PUCP. Árbitro de la Cámara de Comercio de Lima y del Centro de Análisis y Resolución de Con ictos de la PUCP. Socio de Rodrigo, Elías & Medrano Abogados. Contacto: mmejorada@estudiorodrigo.com. Pontificia Universidad Católica del Perú, Universidad del Pacífico y Universidad Nacional Mayor de San Marcos Ex miembro del Consejo Directivo de THĒMIS Ex Editor General de THĒMIS-Revista de Derecho 


Nota del editor: El presente artículo fue recibido por el Consejo Editorial el día 12 de mayo de 2015, y aceptado por el mismo el día 31 de mayo de 2015.


1 Artículo 2014.“El tercero que de buena fe adquiere a título oneroso algún derecho de persona que en el registro aparece con facultades para otorgarlo, mantiene su adquisición una vez inscrito su derecho, aunque después se anule, rescinda, cancele o resuelva el del otorgante por virtud de causas que no consten en los asientos registrales y los títulos archivados que lo sustentan. La buena fe del tercero se presume mientras no se pruebe que conocía la inexactitud del registro”. 


2 Artículo 70.“El derecho de propiedad es inviolable. El Estado lo garantiza. Se ejerce en armonía con el bien común y dentro de los límites de ley. A nadie puede privarse de su propiedad sino, exclusivamente, por causa de seguridad nacional o necesidad pública, declarada por ley, y previo pago en efectivo de indemnización justipreciada que incluya compensación por el eventual perjuicio. Hay acción ante el Poder Judicial para contestar el valor de la propiedad que el Estado haya señalado en el procedimiento expropiatorio”. 


3 Artículo 124.“La propiedad obliga a usar los bienes en armonía con el interés social. El Estado promueve el acceso a la propiedad en todas sus modalidades. La ley señala las formas, obligaciones, limitaciones y garantías del derecho de propiedad”. 


Artículo 125.“La propiedad es inviolable. El Estado la garantiza. A nadie puede privarse de la suya sino por causa de necesidad y utilidad públicas o de interés social, declarada conforme a ley, y previo el pago en dinero de una indemnización justipreciada. 


La ley establece las normas de procedimiento, valorización, caducidad y abandono. 


En la expropiación por causa de guerra, de calamidad pública, para reforma agraria o remodelación de centros poblados o para aprovechar fuentes de energía, el pago de la indemnización justipreciada puede hacerse efectivo, por armadas o en bonos de aceptación obligatoria y libre disposición, redimibles forzosamente en dinero. En tales casos la ley señala el monto de la emisión, plazos adecuados de pago, intereses reajustables periódicamente, así como la parte de la indemnización que debe pagarse necesariamente en dinero y en forma previa”. 


4 CONGRESO DE LA REPÚBLICA DEL PERÚ. “Debate Constitucional 1993”. Tomo IV. p. 1949 en adelante.



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