Derechos sobre bienes y el numerus clausus
- Martín Mejorada
- 1 dic 2014
- 12 Min. de lectura
Actualizado: 15 ene 2024
A cada momento, las personas están en contacto con bienes que sirven para satisfacer las tantas necesidades que surgen en la vida diaria. Siendo una materia importante la relación entre las personas y los bienes, es fundamental entender la rama del Derecho Civil que la regula: los Derechos Reales. Sin embargo, encontramos que, de las relaciones que una persona pueda establecer con un bien, no todas están consideradas dentro de esta rama, sino solo un número cerrado.
En el presente artículo, el autor propone abandonar la idea de que los Derechos Reales sólo son aquellos expresamente establecidos como tales por la ley, haciendo recordar que son las propias personas quienes mejor podrán decidir qué relación les conviene establecer con un bien, en vista de que el interés a satisfacer depende de cada uno.
I. Introducción
El objetivo central de este ensayo es escudriñar en la naturaleza jurídica de los derechos sobre bienes y, para hacerlo, es necesario merodear temas de vieja data. Me refiero a la clasificación entre derechos reales y personales, y al numerus clausus que rige en nuestro sistema jurídico para los primeros.
La clasificación entre derechos reales y personales es polémica, porque se cree que la diferencia implica otorgar poderes a unos y restárselos a otros, por eso el afán de ubicarse en el “mejor lugar” de la milenaria dicotomía. En realidad, no son mejores los derechos reales que los personales, ni viceversa.
II. Sobre las relaciones patrimoniales y los derechos sobre bienes
Las relaciones patrimoniales tienen como eje fundamental el interés material o beneficio que los sujetos pretenden satisfacer a través de objetos económicamente relevantes. Los objetos son lo externo a la persona, y se expresan a través de entidades materiales o inmateriales, según como el desarrollo social, la tecnología y las propias necesidades los vayan construyendo.
En definitiva, las relaciones patrimoniales surgen del querer de las personas. Se explican a través de preguntas como: ¿Qué desean los sujetos para atender sus necesidades? ¿Por qué quieren tal objeto y no otro? Obviamente, no todas las relaciones que surgen del interés libre son aceptadas por el ordenamiento. El sistema legal impone límites a la libertad y a la eficacia jurídica del querer.
Los objetos pueden presentarse como: (i) Ciertos e identificados –esto implica el señalamiento de una entidad concreta, aun cuando sea fungible–; o, (ii) genéricos y diversos, según como mejor satisfagan al sujeto. De una apreciación de la realidad, podemos concluir que: (i) Hay intereses que recaen directamente sobre objetos ciertos e identificados –estos son propiamente los que se conocen como “bienes”1–, que sólo con ellos se ven atendidos; pero, (ii) hay también intereses que no requieren, al menos inicialmente, dicha certeza e identificación de objeto.
De esta constatación práctica surge una diferencia irrefutable: Hay intereses sobre bienes y hay otros que no recaen sobre bienes; son dos lados cruciales del mundo patrimonial. Un ejemplo de los primeros es la propiedad:
El dueño quiere un bien. Su interés se traduce en un poder absoluto sobre un objeto cierto e identificado que solo a él compete. De los segundos, un buen ejemplo es el crédito dinerario: El acreedor ostenta un derecho basado en el compromiso asumido por otra persona –deudor–, quien realizará el pago. En este caso, el dinero es un bien que antes de su entrega sólo le interesa al acreedor en tanto compromiso del deudor, no como entidad cierta e identificada.
Lo importante es entender que la decisión de estar en uno u otro lado depende exclusivamente de los beneficios materiales que los sujetos intentan alcanzar, no de las categorías legales. Los intereses materiales o beneficios, con el respaldo del Estado, se tornan en derechos económicos.
Los poderes o atribuciones sobre los bienes tienen los alcances que se derivan del querer del sujeto. De hecho, como vimos, es el interés quien determina si surge o no una relación sobre bienes. A partir de la certeza e identidad del objeto se explica que los poderes exigidos por el titular sean exclusivos; esto es, que nadie más pueda, al mismo tiempo, contar con ellos. Si alguien necesita un objeto cierto para sí, nadie más puede concurrir con las mismas atribuciones sobre la cosa.
Elemental: La exclusividad deriva del bien – de su certeza e identificación–, y a partir de ella se explica la oponibilidad y persecutoriedad. El titular quiere ser preferido ante cualquiera que pretenda el mismo objeto (oponibilidad), y si físicamente se le priva del bien, querrá ir tras él hasta recuperarlo (persecutoriedad). Estos dos conceptos de terminología pretensiosa son banderas de guerra en el escenario de los derechos patrimoniales, y ciertamente flamean para todo el mundo (erga omnes).
Por su parte, la publicidad de los derechos sobre bienes, a través del registro o cualquier otro medio, es un mecanismo para que los poderes antes referidos se ejerzan pacíficamente, sin mayores sobresaltos. Cuanto mejores son los sistemas de información, menos casos de concurrencia de derechos habrá. La información permite que los sujetos sepan a quién corresponde cada bien y así contratan con las personas correctas y evitan el conflicto.
En la mayoría de los casos, las disputas sobre un bien derivan de errores en la identificación del titular del derecho. Esto significa que la publicidad no es inherente a las relaciones sobre bienes, sino un medio para hacerlas pacíficas. De hecho, cuanto más transparente sea el actuar ordinario de los grupos sociales en sus transacciones, menos necesarios serán los mecanismos de publicidad especializados.
También es consecuencia del interés o beneficio económico esperado, y no de las categorías jurídicas, la pretensión de un poder inmediato y directo que no requiere la prestación o colaboración de terceros particulares, sino sólo, acaso, la del poder estatal, para imponerse a eventuales resistencias materiales.
Cada persona sabe y decide qué velocidad de respuesta o autonomía deben tener sus poderes para que sean satisfactorios. Insisto, la manera de atender una necesidad patrimonial se define por la voluntad del sujeto, el entorno material que explica lo posible y el régimen legal que eventualmente limita la libertad, pero no por un supuesto imperio de los conceptos.
Es decir, la conocida “inmediatez” de los derechos reales se explica porque, usualmente, los sujetos necesitan un control directo de los bienes, pero también es posible que los derechos sobre las cosas recurran a ciertos niveles de colaboración con terceros, sin perder el interés central sobre el objeto cierto ni la exclusividad que le es natural. Por ejemplo, en una compraventa de muebles, antes de la entrega, el comprador no es dueño pero, evidentemente, tiene un derecho sobre el bien señalado en el contrato, y claro que pretende exclusividad.
Lo mismo ocurre en los contratos de transferencia sujetos a condición suspensiva. En todos estos casos no hay inmediatez, pero hay interés por la exclusividad.
III. Sobre los derechos reales
La categoría “derechos reales” es una construcción teórica que presenta serias dificultades si no se le contrasta debidamente con los derechos sobre bienes en general, según la descripción que acabo de hacer. En el Perú, los derechos reales son titularidades que siempre recaen sobre bienes, pero los derechos sobre bienes sólo son “reales” si están en el Libro V del Código Civil y en otras leyes –catálogo cerrado–, y son simplemente derechos sobre bienes si no están en ese inventario, de acuerdo al artículo 881 del Código Civil.
Los derechos sobre bienes son el género, y los reales son una especie supuestamente privilegiada. De esto deriva que hay derechos sobre bienes que no son reales, pese a que todos demandan por igual oponibilidad y persecutoriedad.
¿Por qué la tipicidad cerrada de los derechos reales? ¿Por qué las personas no pueden crear libremente estos derechos? Si los derechos reales –los del catálogo– no tuvieran tratamiento privilegiado frente a otros derechos sobre bienes, no tendría importancia práctica responder a estas cuestiones; pero lo cierto es que sí lo tienen, al menos para la Corte Suprema, y eso convierte a este asunto relevante.
Según el artículo 881 del Código Civil, que encabeza el Libro V sobre Derechos Reales, “son derechos reales los regulados en este libro y otras leyes”. Este es el origen de la lista cerrada. La relación de derechos del Libro V es conocida: (i) Posesión; (ii) propiedad; (iii) usufructo; (iv) uso; (v) habitación; (vi) superficie; (vii) servidumbre; (viii) anticresis; (ix) hipoteca; y (x) retención.
De las otras leyes, existen algunas que expresamente señalan el carácter real de un derecho, como la Ley General de Minería2 –que dice, en su artículo 10, que la concesión confiere al titular un derecho real– y la Ley Orgánica de Recursos Geotérmicos3, que también le da carácter real a la concesión, pero no ocurre así en todos los casos.
Por ejemplo, la garantía mobiliaria, prevista en la Ley 28677, no utiliza en lo absoluto el nombre “derecho real”, pero es obvio que este aseguramiento es, en muchos casos, un derecho sobre bienes, exclusivo, y que demanda oponibilidad y persecutoriedad. El numerus clausus no significa que el derecho deba describirse con el nombre “derecho real”, sino que el derecho esté regulado en la ley y no provenga de la creación privada.
Pretender que el uso del nombre es indispensable para estar ante un derecho real, sería una exigencia formal que escandalizaría a los mismísimos pretores.
La opción legislativa de contar con un número cerrado de estos derechos, y no con una fórmula abierta, contrasta con la libertad que rige en materia económica, especialmente en el ámbito negocial. La Constitución y su régimen económico aseguran a los sujetos la libertad de crear relaciones patrimoniales, siempre que no afecten al bien común o el interés público, de acuerdo a los artículos 62 y 70 de dicha norma. De esas relaciones es normal que surjan derechos sobre bienes.
Uno se pregunta, ¿qué interés público puede invocarse para impedir que los sujetos creemos libremente derechos sobre bienes que impliquen poderes oponibles sobre la cosa, aunque no estén en el catálogo del Código Civil o en otras leyes? La razón que se invoca tiene que ver con los efectos que estos derechos generan, concretamente, con los costos de la acción real y la oponibilidad erga omnes.
Según los partidarios de la lista cerrada, se debe limitar la fuerza creadora de la voluntad para evitar que se desborde la capacidad de respuesta del Estado4. Es un tema de gastos. En los sistemas cerrados se teme que la creación ilimitada de derechos oponibles ponga en dificultades la atención de estos derechos, tanto por la complicación que habría para identificarlos, como por la sobredemanda de presencia estatal en la persecución de bienes. Si las personas pudiésemos crear libremente derechos reales, ante un reclamo para defenderlos, el Estado tendría que hacer un enorme esfuerzo intelectual para saber si en verdad está ante un derecho oponible que merezca atención, y por cierto necesitaría más agentes del orden que retornen las cosas a su lugar.
Hoy, en cambio, el funcionario estatal –juez, registrador, policía, sereno municipal u otro burócrata– sólo mira su listita del Libro V y de otras leyes, ¡y ya! En definitiva, el numerus apertus exige un Estado más competente en la verificación y atención de los derechos.
Los costos de la actuación estatal siempre son tema de debate, pero creo que impedir la creación de derechos oponibles que no estén en el Libro V o en otra ley es más costoso que el gasto que se intenta evitar. Es decir, para nuestra economía libre, es más perjudicial que se impida crear derechos oponibles que el mayor gasto de capacitar a los agentes estatales llamados a responder ante un eventual reclamo de los usuarios.
Cuando sugiero que se permita la liberación de derechos reales, simplemente expreso la necesidad práctica de uniformizar el tratamiento legal de los derechos sobre bienes. Ello también se conseguiría eliminando la categoría “derechos reales” y estableciendo en su lugar una nueva fórmula general que sólo aluda a “derechos sobre bienes” o “derechos oponibles”.
El nombre es lo de menos. En todos los casos, la solución de eventuales conflictos entre titulares que concurren sobre el mismo bien debería preferir a los que realizan conductas deseables –inscribir derechos y poseer la cosa, por ejemplo–, esto con criterio práctico y no por el mero nombre que la tradición jurídica atribuya a los derechos en cuestión. Esta es la solución que con acierto acoge nuestro sistema legal en los artículos 1135 y 1136 del Código Civil.
Un detalle. Pese a la evidente voluntad del legislador a favor del numerus clausus, el Código Civil peruano no logró su propósito de limitar los derechos oponibles al listado de derechos reales, pues a la vez que consagra el número cerrado en el artículo 881, también permite en el artículo 2019 que accedan al registro de la propiedad y, por ende, a la oponibilidad, otros derechos que claramente no son reales.
Nótese que, además de incluirse a títulos específicos como los contratos de opción, la retroventa, el arrendamiento, los embargos y otras medidas judiciales, se incluye una fórmula abierta en el inciso 5 de dicho artículo que permite inscribir y oponer en general las restricciones de las facultades de la propiedad. Por esta vía, cualquier negocio que genere derechos sobre bienes, que en los hechos siempre implicará una restricción del dominio, podrá ser oponible aunque no esté regulado en la ley y no se llame derecho real. La oponibilidad derivada de la inscripción se sustenta en el artículo 2016 del Código Civil, norma que, según la Corte Suprema, no es aplicable a la solución de un conflicto entre derechos de “diferente naturaleza”, por lo que, pese a este detalle, no se resuelve la cuestión que plantea la Corte.
El régimen constitucional vigente es posterior al Código Civil de 1984. Las normas del Código en materia económica se dieron para acompañar un sistema intervencionista y de enormes limitaciones a la libertad patrimonial. No es extraño, pues, que se haya acogido el régimen de número cerrado para los derechos reales. Sin embargo, desde hace dos décadas, de la mano de la Constitución de 1993, transitamos un camino sostenido de crecimiento económico basado en la libertad y en la protección del patrimonio. Es, pues, un imperativo de esa ruta la protección de los derechos sobre bienes, más allá de los nombres. La modernización del Estado y la excelencia de sus funcionarios es una necesidad del desarrollo que se debe abordar con urgencia. Si hay un gasto que se justifica es precisamente ese.
Lamentablemente, hoy por hoy, al menos desde un punto de vista formal, nos rige el numerus clausus. Sin perjuicio del examen sobre la constitucionalidad de este sistema y la responsabilidad del legislador en adecuar el ordenamiento a lo más conveniente, lo que dejo para otra ocasión, creo que es posible interpretar de cierto modo las normas existentes para concluir en una solución que tutele los derechos sobre bienes, sin importar su membrete.
En efecto, el sistema de numerus clausus exige que los derechos oponibles estén previstos en la ley; es decir, que la estructura y fines de estos derechos no deriven de la voluntad sino de una norma con rango de ley. Esta exigencia formal no implica necesariamente que la ley utilice la expresión “derechos reales” para referirse a estas titularidades, sino que la estructura del derecho sobre el bien –oponibilidad y persecutoriedad– se desprenda de la ley.
Esto es así por la misma expresión del artículo 881 del Código Civil, que no agota la relación de derechos reales en los del Libro V. Por el contrario, expresamente extiende la lista a los regulados en otras leyes.
Así, se acepta que hay derechos de esa naturaleza en otras leyes distintas al Código Civil. Las otras leyes podrían decir expresamente que estamos o no ante derechos reales, pero eso no es lo determinante. Lo que interesa para el numerus clausus es que el derecho esté regulado en una ley y tenga las características de los derechos reales, esto es, fundamentalmente, que recaigan sobre objetos ciertos –bienes–, y requieran de oponibilidad y persecutoriedad para satisfacer el interés de su titular.
Así ocurre, por ejemplo, con la Ley 28677, que se ocupa de la Garantía Mobiliaria. A nadie se le ocurrirá que el derecho regulado en esa ley, al menos en algunas de sus modalidades, no es un derecho real, pese a que la norma en ninguna parte menciona el concepto “derecho real”. La eliminación del término “prenda” que estaba en el Código Civil sólo es una anécdota que en lo absoluto define la estructura del derecho regulado en la ley5. La ley, no la voluntad, regula este derecho sobre bienes, y eso es suficiente para cumplir con el numerus clausus.
Por ejemplo, el embargo de bienes –una medida cautelar–, que da lugar a un derecho a favor del acreedor demandante en un proceso, es una titularidad que no deriva de la voluntad privada, sino de la ley. Es un derecho regulado en el Código Procesal Civil. Ahí se define el objetivo general de las medidas cautelares, como el mandato del artículo 608, que busca asegurar el cumplimiento de la decisión definitiva. En el caso concreto del embargo, el artículo 642 del Código Procesal Civil señala que “consiste en la afectación jurídica de un bien o derecho del presunto obligado…” [El énfasis es nuestro], para asegurar el pago de dinero. La estructura legal del embargo, según como está regulada en la ley, es la de un derecho sobre bienes, y es un derecho que tiene que ser exclusivo para cumplir su objetivo. Aunque el Código Procesal Civil no lo llame derecho real, claramente estamos ante uno. La fuente legal de esta titularidad o el hecho de provenir de un mandato judicial no enerva en lo absoluto la conclusión.
El embargo da lugar a un derecho real sobre el bien afectado, sujeto a las condiciones del mandato judicial. Es una garantía temporal al servicio de la sentencia que resolverá el reclamo del acreedor. Se podría decir que, a diferencia de los derechos reales típicos, el embargo no constituye un poder inmediato y directo sobre el bien, ya que el acreedor necesita recurrir al juez para realizar el derecho derivado de la afectación, esto es, para ejecutar el bien; sin embargo, sería un juicio equivocado, porque la inmediatez no se mide igual en todos los derechos, ni en términos de autosatisfacción. Si fuera de otro modo, tendríamos que decir que la hipoteca no es un derecho real porque su ejecución no es directa, ya que requiere intervención judicial, según el artículo 1097 del Código Civil.
IV. A modo de conclusión
Mientras esperamos se acoja el numerus apertus, es tarea de los académicos y estudiantes repasar las diversas figuras del derecho patrimonial, para ver qué otras titularidades fuera del Libro V del Código Civil son derechos reales. Dejo planteados dos ejemplos adicionales de enorme importancia en nuestra realidad económica: La opción de compra y el fideicomiso, acaso derechos reales escondidos en normas sobre contratos.
Publicado en THĒMIS - Revista de Derecho - Número 66 (2014)
1. En la doctrina y en el Derecho comparado, se puede encontrar la distinción entre “bien” y “cosa”. Sin embargo, a efectos del planteamiento que presento, me referiré a ellos como si fueran lo mismo.
2. Texto Único Ordenado aprobado por Decreto Supremo 014-92-EM.
3. Norma IV de la Ley 26848.
4. Al respecto, puede verse: ROMÁN GARCÍA, Antonio. “La Tipicidad de los Derechos Reales”. Madrid: Editorial Montecarlo. 1994.
5. Al respecto, puede verse: MEJORADA CHAUCA, Martín. “Garantía Mobiliaria ¿Derecho Real?”. En: Athina. Revista de Alumnos de Derecho de la Universidad de Lima 4. 2008.
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